El salmo 91 nos muestra el drama de la búsqueda de Dios en momentos difíciles. Por ello, comienza con este versículo muy actual: “Tú que vives al amparo del Altísimo y habitas a la sombra del Poderoso”.
A manera de introducción, este primer verso nos invita a adentrarnos en la vida de Dios. Quien se refugia en Dios no tiene que temer a nadie, ni a ningún acontecimiento por fuerte que sea. Podemos confiar plenamente en Dios, pues Él es nuestro refugio, tanto en la casa como en el camino. Ante todas las dificultades que nos cargan y nos abruman, que nos confunden y hasta nos angustian, Dios es nuestro amparo, es quien nos alienta e ilumina para continuar nuestro camino en la vida.
Muchos de nosotros vivimos como el inocente y perseguido que busca un refugio seguro, ante las muchas inseguridades y señales de violencia que acechan nuestra vida y nuestra familia; buscamos un lugar donde nadie nos pueda tocar para hacer el mal. En la frase del salmo, podemos darnos cuenta de que este lugar muchas veces era el templo de Jerusalén. ¿Ahora cuál es ese lugar para nosotros? ¿Quién es ese alguien, esa persona para nosotros en estos duros tiempos? Como cristianos comprometidos, seguramente es Dios, es Jesucristo, es la fuerza del Espíritu Santo. Queremos que sea la Iglesia, el lugar dónde depositar nuestras angustias, gozos y esperanzas. Un lugar para crecer y alentar nuestros deseos más nobles de construir una sociedad más humana y justa.
Hacer nuestro este verso del salmo es orar en medio de los conflictos para incrementar nuestro valor y fortalecer el ánimo. Es orar para superar las tensiones en el camino de la vida.
Este verso del salmo es toda una propuesta para “vivir”. Es vivir con otra actitud, con otro rumbo, con otra lógica. El vivir significa perseverar en la presencia de Dios, aun dentro de los tragos amargos de la vida, en las diversas inseguridades que genera la violencia y en las grandes injusticias que se cometen contra los sencillos y los inocentes de hoy. El “vivir” implica estar bien ubicado en la realidad y con el compromiso de asumir dicha realidad, cargar con ella y tratar de transformarla a la luz de la fe.
El verso nos dice: “tú que vives al amparo”. Éste es el sentido de vivir bajo el amparo de Dios. Este sentido de escuchar su palabra y hacer su voluntad. Por ello, el israelita decía que cumplir la ley es agradar al Señor. Estar bajo el amparo de Dios es vivir contantemente en la pertenencia a los deseos de Dios. Es vivir en la dinámica de la alianza: “Yo seré tu Dios y tú serás mi pueblo”.
Y continúa el verso: “habitas a la sombra del Poderoso”. Es la experiencia de aquel que se deja cubrir por Dios. Desde el bautismo, nos cubrimos con la vestidura blanca, que significa revestirse de Cristo, revestirse de la nueva condición: una persona nueva. Eso es realmente protegerse, cuando nos vestimos de la vida de Cristo, cuando asumimos los valores evangélicos, cuando tenemos los mismos sentimientos de Cristo. ¿Qué miedo podemos sentir? ¿Qué nos puede espantar? ¿Qué nos puede angustiar? ¿Quién nos puede engañar? Como dice el apóstol Pablo: “en todo salimos victoriosos, gracias a Cristo que es nuestra fuerza”.
Por tanto, situándonos en este verso del salmo, concluimos que Dios es nuestro amparo, es nuestro refugio, nuestra sombra, nuestra fuerza, pero eso no es mágico, sino que surge del vivir o el permanecer en la misma vida de Dios, es decir, cumpliendo su palabra, sus mandatos y su voluntad. Por consiguiente, tu oración es comprometida y envuelta por la gracia de Dios y de su Espíritu. Una oración que surge de la realidad que vives y experimentas cada momento para adquirir fuerzas, para sentirte protegida y animada a continuar llena de esperanza con el gran don de la vida.
Es la oración de dejarse caer en las manos de Dios para que Él actué en nosotros, y sea su fuerza y no la nuestra, la que venza las grandes dificultades que experimentamos, sabiendo que Dios es el que hace y guía todo. Es seguir en el camino de la vida dejándonos conducir por Jesús, por el Evangelio.
Sacerdote, Fr. Carlos Portillo