¡Alabad a Yahveh desde los cielos, alabadle en las alturas! Es una invitación a experimentar en nuestras propias vidas una nueva dimensión: la alabanza, la forma de orar que reconoce de la manera más directa que Dios es Dios. Darle la gloria a Dios, no por lo que Él hace, sino por lo que Él es. Fuimos creados para alabar a Dios, somos la alabanza de su gloria. Cuando alabamos, imitamos a María cuando entonando el Magníficat, proclama: “Bendice alma mía al Señor”, y luego: “El Todopoderoso ha hecho en mí grandes maravillas, Santo es su nombre”. Aquel que es Santo nos llama a ser como Él: Santos. El universo entero fue creado para alabar a Dios, todas sus criaturas tienen esa misión, pero especialmente aquella que fue creada a su imagen y semejanza, su tesoro más grande: el ser humano. Y no le bastó a Dios crearnos, cuando pecamos, envió a su único Hijo para salvarnos, y luego envió su Espíritu Santo. Su misterio se sigue manifestando, se sigue revelando a nuestros corazones, y desde lo profundo de nuestro ser nace una alabanza. Necesitamos expresarla, no hay nada que se compare a esta vivencia, entramos en una comunión con nuestro Creador y Padre, con nuestro Salvador y Consolador. Aprendemos de la Creación de Dios a alabarle, cada elemento nos inspira, nos impacta, nos invita a alabarle, la grandeza de las obras de nuestro Padre nos habla de Él, y nos cautiva, nos apasiona. Algunas personas dedican toda su vida a estudiar la grandeza de sus obras, cada disciplina que el hombre practica, cada conocimiento que alcanza, todas apuntan a alabar y bendecir al Señor por su poder al crearlas y su misericordia al revelarnos su grandeza en cada una de ellas. Alaben el nombre del Señor, es su nombre el que alabamos, pues su nombre es su esencia, es Padre, es Protector, es Proveedor, es Salvador, Consolador, Él es todo para nosotros, lo alabamos con ternura, con pasión, con todo respeto, con admiración, recibiendo de Él todo su amor manifestado en cada detalle que nos rodea. En la naturaleza, lo percibimos con nuestros sentidos, en todas las experiencias, nada escapa a su vista, a su poder, a su voluntad. Y nuestra alabanza nace de nuestro corazón y se expresa con pensamientos, palabras, acciones: Bendeciré al Señor en todo, en todo lugar, en cada momento. Es una vida que se hace corta para alabarlo, para bendecirlo, ¡necesitamos la eternidad! Absolutamente todo se sujeta a la voz de Dios, el universo le obedece, las galaxias en perfecto equilibrio, los astros, pero el único que bendice al Señor de manera voluntaria es el hombre, a él le dio libre albedrío, esto es lo más grande, pues los ángeles alaban al Señor, pero el hombre puede alabarlo en el sufrimiento, en la soledad en el abandono, en medio de la tristeza. Esto es lo que hace único al ser humano. Alabar y bendecir al Señor en todo tiempo, en las alturas, en las honduras. Tomamos aquel principio: estoy convencido de que nada me podrá separar del amor de Dios, ni lo alto, ni lo bajo, ni lo profundo… Alabamos al Señor como los tres jóvenes que fueron llevados al horno, y cantaban alabanzas al Señor y el Rey Nabucodonosor pudo ver, no a tres sino a cuatro, pues el Señor estaba con ellos. ¿Qué sucede cuando no bendecimos al Señor?, nos hundimos en la queja, en el desaliento, reclamamos, maldecimos y hasta blasfemamos. Nos equivocamos al tomar esta vía, pues nos lleva al abismo de la desesperación y depresión. En el país de los muertos nadie puede alabar al Señor, pues todo lo que respira le alaba. A la luz de Deuteronomio 30,15 podemos escoger la vida o la muerte, bendición o maldición. Tomar la ruta de la alabanza, de la bendición es escoger la vida, es experimentar la vida en abundancia por la cual vino Cristo y derramó su sangre. La victoria de Jesús es nuestra victoria. Cuando bendecimos el nombre del Señor, reconocemos su victoria en nuestras vidas, le entregamos nuestro pasado, presente y futuro, comenzamos a degustar lo exquisito del Cielo. Los reyes, los ancianos, los jóvenes y los niños, alaban el nombre del Señor. Bendecimos al Señor por todas sus bendiciones, en toda condición, lo alabamos en todas las edades. Desde que somos niños el Señor nos cuida, nos guía nos protege, Él ha sido nuestro protector desde que éramos niños, alabarlo es reconocerlo, bendecirlo es colocarnos bajo su mano de autoridad, es humillarnos y reverenciar para adorar al único Dios verdadero, en la primavera de nuestras vidas como en el invierno y hasta el otoño de nuestra existencia. Es cumplir nuestra misión: Honrar a Dios y cumplir sus mandamientos, es el todo del hombre. “Alaben el nombre de Yahveh: porque sólo su nombre es sublime, su majestad por encima de la tierra y el cielo.” Cuando entramos en la dimensión de la alabanza, nos conectamos con la fe, caminamos en fe, vivimos en fe. No ponemos nuestra confianza en lo que vemos, sino en lo que no vemos, pues lo que vemos es pasajero, y lo que no vemos es eterno. Estamos acostumbrados a escuchar alabanzas de lo que vemos: qué lindo ese carro, qué casa tan bella, qué mujer más preciosa, qué bonito ese bebé. Pero todo eso cambia, todo pasa, su belleza y esplendor se apaga, pero nosotros fuimos creados para ver más allá, para bendecir el nombre eterno de Dios, aquel cuyo nombre está sobre todo nombre, aquel cuya palabra nunca pasará. “Él realza la frente de su pueblo, de todos sus amigos alabanza, de los hijos de Israel, pueblo de sus íntimos.” Bendecimos al Señor, porque él nos bendice, y luego nos vuelve a bendecir, y nosotros le bendecimos. Cuando nos humillamos en alabanza, Él nos levantará a su debido tiempo, podremos levantar nuestra frente, y Él hará que nuestra justicia brille como la luz de la aurora. Nos sumergimos en el mar de alabanza, nos ahogamos en su amor, en su presencia, nos deleitamos en su voz, en su gozo, vivimos en su presencia. No queremos salir de allí, como cuando los discípulos expresaron: hagamos tres chozas, quedémonos aquí en el monte. Y otros dirían: quédate con nosotros, la tarde está cayendo. Es un deseo de permanecer con Él en alabanza, en todo tiempo, en todo lugar. En ninguna otra religión se consideran amigos de su Dios. Dios nos hace sus amigos, Jesús nos dijo: ya no los llamo siervos, los llamo amigos. Alabar a Dios es habitar con Él, Él mora en medio de la alabanza de su pueblo. De sus amigos, vivir en alabanza constante es mantener viva esa amistad, ese vínculo fuerte, firme, fiel de amistad con nuestro Dios, sentir que le pertenecemos, pero también nos pertenece. Somos sus amados, pero también Él es nuestro Amado. Recordamos la frase: no hay amor más grande que el que da la vida por sus amigos, nos consideró sus amigos, dio la vida por nosotros. Por eso es tan importante para Dios nuestra alabanza. Alabar y bendecir a nuestro Dios, es entrar en intimidad, por eso la relación de Jesús con su Iglesia es como la relación del matrimonio, es una entrega total, sin límites, sin condiciones: es una entrega por amor. Cuando Jesús habló de la oración, dijo: entra en tu habitación y cierra la puerta, como los esposos en su habitación nupcial para culminar su amor, solos, en una entrega por amor. Así nos entregamos a la alabanza, somos el pueblo de sus íntimos. Nuestra alabanza sale de nuestro corazón y llega a su corazón, nos estremecemos de amor por Él, y Él a su vez se conmueve de amor por nosotros. Entramos en una intimidad única, nada se compara con nuestra relación con Dios, nadie puede conocernos como Él nos conoce, como Él nos ama. En conclusión, al ser bautizados, somos ungidos como reyes, profetas y sacerdotes. El sacerdote es llamado a bendecir, una de las misiones fundamentales como bautizados es bendecir al Señor y a su creación. Es por eso que una de las mayores tentaciones será maldecir, quejarnos, reclamarle a Dios. Es el Espíritu Santo que nos lleva a la verdad quien nos guía para vivir en Alabanza a Nuestro Dios, bendecirle en todo tiempo y en todo lugar. Aunque la higuera no florezca, le bendeciremos, aunque venga el dolor y el sufrimiento, le bendeciremos, aunque nos venga la muerte: le bendeciremos, pues esa es nuestra misión sobre la tierra. Cada día de nuestra vida, cada parte de nuestro ser alabará y bendecirá el nombre del Señor ahora y para siempre. José Miguel Rojas