El título de la Agenda para la Mujer 2015, pudiera parecer irónico. No tenemos más que echar una mirada a la realidad para convencernos de lo contrario. Desde el momento en que nuestra niñez queda atrás y en muchos casos, incluso en ella, nos acechan sufrimientos de todo género: personales y familiares, sociales y políticos, económicos y psicológicos, espiritual y morales, y un largo etcétera que podemos añadir desde nuestra experiencia personal. Parece que tenía razón la esposa de Job cuando, después de una vida de mucha abundancia y disfrutar de cuanto puede desear una persona le vio privado de todo y, además, solo llagado por los cuatro costados, le dijo: “¿Todavía perseveras en tu fe? ¡Mal-dice a Dios y muérete!” (Job 2,9). Estas frases recogen la experiencia de todo ser humano que se siente abandonado/a de Dios creyendo merecer lo contrario.
Pasemos a otra escena: la creación entera, lo animado e inanimado, ha salido de las manos de Dios y, por lo tanto, es buena, hecha con sabiduría y providencia (cf. Sab 9,1ss). Podríamos decir que es la encantadora danza del amor de Dios. Así aparece en los relatos de los orígenes: Dios hizo al hombre y a la mujer “a su imagen y semejanza” (Gn 1,26). Y “vio Dios que todo cuanto había hecho era muy bueno” (Gn 1,31). Para que pudieran realizarse y alcanzar su plena felicidad, les dio cuanto necesitaban. Esto significa el “Paraíso” donde fueron colocados, símbolo de felicidad y bienestar:“Yahvé hizo brotar del suelo toda clase de árboles agradables a la vista y buenos para comer” (Gn 2,9).
Entre estos dos cuadros, ¿qué escogemos?, ¿a quién creemos? Si partimos de nuestra fe cristiana, tenemos que inclinarnos por el segundo. El Catecismo de la Iglesia Católica, recogiendo el espíritu y la letra de la Sagrada Escritura, afirma: “Creemos a causa de la autoridad de Dios mismo que revela y que no puede engañarse ni engañarnos” (n. 156). Por consiguiente, tenemos que afirmar que Dios nos hizo y nacemos para ser felices. Entonces, ¿cómo relacionar a Dios con el sufrimiento? Hay que tener cuidado de no caer en el error de muchas personas, sobre todo mujeres, que piensan que el sufrimiento, el dolor y el sometimiento pasivo, vienen de Dios y hay que aceptarlos para agradarle.
Una mirada a Jesús nos resuelve todas las dificultades. Cuando Dios quiso acercarse a nosotros se hizo humano, superando de esta forma el camino de “deshumanización” que todos llevamos dentro. Esto indica que Dios quiere que seamos humanos y, por consiguiente, felices porque el ser humano lo que más quiere es la felicidad. El Papa Francisco lo expresa con estas palabras: “Sabemos que Dios quiere la felicidad de sus hijos también en esta tierra… porque Él creó todas las cosas “para que las disfrutemos” (La Alegría del Evangelio 182). Tenemos que convencernos de que nacimos para ser felices, no para sufrir ni martirizarnos pensando que así agradamos a Dios. Dios no quiere las privaciones ni los sacrificios como si esto le agradara. El dolor y el sacrificio únicamente tienen sentido cuando son consecuencia de buscar y tener felicidad. En sí mismos son algo negativo que tenemos que rechazar.
Claro está que tenemos que entender la felicidad en el verdadero sentido de la palabra. Muchas veces la confundimos con el placer pasajero o con sentirnos bien en determinados momentos. La felicidad, en su sentido más elemental, es un estado o actitud, no algo puntual, que propicia paz interior, un enfoque positivo de la vida, que hace posible nuestra realización personal y plena, produce satisfacción y placer, y nos estimula a comunicarlo a otras personas para que puedan también ser felices.
Lo que Jesús enseñó y practicó fue hacer felices a las personas aun en medio de las más grandes contradicciones. Por eso cura, da de comer, llora, perdona, acoge, no observa el sábado, etc. Lo que más le interesaba era la felicidad de los que le rodeaban y se acercaban a él. Así fue en su paso por la tierra y así ha seguido siendo hasta este día: le interesa nuestra felicidad.
Como conclusión, podemos afirmar que la mejor y mayor tarea que tenemos pendiente es ser plenamente humanos, como Dios en Jesús y, por consiguiente, felices. La voluntad de Dios es que la persona, hombre o mujer, sea feliz. Para eso hemos nacido. La Sagrada Escritura nos invita a tener y disfrutar de la felicidad cuando dice: “Hijo/a, en la medida de tus posibilidades trátate bien… No te prives de pasar un buen día” (Eclo 14,11.14). Y cuando se presente la tristeza, con el apellido de desgracia, accidente, enfermedad, tristeza, etc., recordemos las palabras del profeta Jeremías: “Me encuentro lejos de la paz, he olvidado la dicha… Pero algo traigo a la memoria, algo que me hace esperar. Que el amor del Señor no se ha acabado, no se ha agotado su ternura” (Lm 3,17-21). Este amor y ternura de Dios, tienen que hacernos recobrar la paz y felicidad, superar las dificultades y el dolor, recordarnos que hemos nacido para ser felices y que Dios quiere que en todo momento de nuestra vida lo seamos. Y si hemos perdido la felicidad, recuperarla cuanto antes. Para eso hemos nacido.
P. Ángel García Zamorano