Pero Dios, que es rico en misericordia y nos tiene un inmenso amor. Ef 2,4.(“Dives in misericordia” // Juan Pablo II)
Cristo revela a Dios que es Padre, que es “amor”, como dirá San Juan en su primera Carta; revela a Dios “rico de misericordia”, como leemos en San Pablo (Ef. 2,4) Esta verdad, más que tema de enseñanza, constituye una realidad que Cristo nos ha hecho presente. Hacer presente al Padre en cuanto amor y misericordia, es en la conciencia de Cristo mismo, la prueba fundamental de su misión de Mesías; lo corroboran las palabras pronunciadas por Él primero en la sinagoga de Nazaret y más tarde ante sus discípulos y ante los enviados por Juan Bautista.
En base a tal modo de manifestar la presencia de Dios que es padre, amor y misericordia, Jesús hace de la misma misericordia uno de los temas principales de su predicación. Como de costumbre, también aquí enseña preferentemente “en parábolas”, debido a que estas expresan mejor la esencia misma de las cosas. Baste recordar la parábola del hijo pródigo o la del buen samaritano (Lc. 10,30-37) y también –como contraste– la parábola del siervo inicuo (Mt. 18,23-35). Son muchos los pasos de las enseñanzas de Cristo que ponen de manifiesto el amor-misericordia bajo un aspecto siempre nuevo. Basta tener ante los ojos al Buen Pastor en busca de la oveja extraviada (Lc. 15,3-7). El evangelista que trata con detalle estos temas en las enseñanzas de Cristo es San Lucas, cuyo evangelio ha merecido ser llamado “el evangelio de la misericordia”.Es necesario constatar que Cristo, al revelar el amor-misericordia de Dios, exigía también a los hombres que, a su vez, se dejasen guiar en su vida por el amor y la misericordia. Esta exigencia forma parte del núcleo mismo del mensaje mesiánico y constituye la esencia del texto evangélico. El Maestro lo expresa, bien sea a través del mandamiento definido por Él como “el más grande” (Mt. 22,38), bien en forma de bendición, cuando en el discurso del sermón de la montaña proclama:Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia” (Mt. 5,7). Importancia, a fin de que Dios pueda revelarse en su misericordia hacia el hombre: …los misericordiosos… alcanzarán misericordia.
La Iglesia vive una vida auténtica, cuando profesa y proclama la misericordia –el atributo más estupendo del Creador y del Redentor–y cuando acerca a los hombres a las fuentes de la misericordia del Salvador, de las que es depositaria y dispensadora. En este ámbito tiene un gran significado la meditación constante de la palabra de Dios, y, sobre todo, la participación consciente y madura en la Eucaristía y en el sacramento de la penitencia o reconciliación. La Eucaristía nos acerca siempre a aquel amor que es más fuerte que la muerte: en efecto, “cada vez que comemos de este pan o bebemos de este cáliz”, no solo anunciamos la muerte del Redentor, sino que además proclamamos su resurrección, mientras esperamos su venida en la gloria. El mismo rito eucarístico, celebrado en memoria de quien en su misión mesiánica nos ha revelado al Padre, por medio de la palabra y de la cruz, atestigua el amor inagotable, en virtud del cual Él desea siempre unirse e identificarse con nosotros, saliendo al encuentro de todos los corazones humanos. Es el sacramento de la penitencia o reconciliación el que allana el camino a cada uno, incluso cuando se siente bajo el peso de grandes culpas. En este sacramento cada hombre puede experimentar de manera singular la misericordia, es decir, el amor que es más fuerte que el pecado.La misericordia en sí misma, en cuanto perfección de Dios infinito, es también infinita. Infinita pues e inagotable es la prontitud del Padre en acoger a los hijos pródigos que vuelven a casa. Son infinitas la prontitud y la fuerza del perdón que brotan continuamente del valor admirable del sacrificio de su Hijo. No hay pecado humano que prevalezca por encima de esta fuerza y ni siquiera que la limite. Por parte del hombre puede limitarla únicamente la falta de buena voluntad, la falta de prontitud en la conversión y en la penitencia, es decir, su perdurar en la obstinación, oponiéndose a la gracia y a la verdad especialmente, frente al testimonio de la cruz y de la resurrección de Cristo.
María es la que conoce más a fondo el misterio de la misericordia divina. Sabe su precio y sabe cuán alto es. En este sentido la llamamos también Madre de la misericordia: Virgen de la misericordia o Madre de la divina misericordia; en cada uno de estos títulos se encierra un profundo significado teológico, porque expresan la preparación particular de su alma, de toda su personalidad, sabiendo ver primeramente a través de los complicados acontecimientos de Israel, y de todo hombre y de la humanidad entera después, aquella misericordia de la que “por todas la generaciones” (Lc. 1,50), nos hacemos partícipes según el eterno designio de la Santísima Trinidad.
Precisamente, en este amor “misericordioso”, manifestado ante todo en contacto con el mal moral y físico, participaba de manera singular y excepcional el corazón de la que fue Madre del Crucificado y del Resucitado –participaba María–. En ella y por ella, tal amor no cesa de revelarse en la historia de la Iglesia y de la humanidad. Tal revelación es especialmente fructuosa, porque se funda, por parte de la Madre de Dios, sobre el tacto singular de su corazón materno, sobre su sensibilidad particular, sobre su especial aptitud para llegar a todos aquellos que aceptan más fácilmente el amor misericordioso de parte de una madre. Es este uno de los misterios más grandes y vivificantes del cristianismo, tan íntimamente vinculado con el misterio de la encarnación.
Fray Edwin Alvarado OFM2.