(Hech 16, 25…)
La narración que nos presenta este pasaje neotestamentario tiene una enseñanza importante. No nos referiremos al milagro de la liberación extraordinaria de Pablo y Silas. Veremos, más bien, cómo estos apóstoles convirtieron la cárcel en un recinto de oración y evangelización.
Jesús había señalado en la casa de Nicodemo que: “El viento sopla hacia donde quiere: Oyes su rumor, pero no saber de dónde viene ni adónde va.” (Jn 3,8) Se lo dijo a este hombre que, como buen practicante del judaísmo, pensaba que a Dios sólo le podía “contactar” en el templo de Jerusalén.
Los ángeles, desde la eternidad, han alabado y servido a Dios. Ellos son los eternos alabadores del Altísimo.
Jesús, con sus palabras y acciones, vivían en continúa alabanza a Dios. La Iglesia está convocada por Cristo para unirse en esta acción glorificadora. San Pablo nos dice que: “Él nos predestinó a ser sus hijos adoptivos… para alabanza de la gloriosa gracia que nos otorgó por medio de su Hijo muy querido” (Ef 1, 5). Además, como hemos dicho antes, la Iglesia está invitada a la alabanza divina: “Del trono salió una voz que decía: Alaben a nuestro Dios, todos sus siervos y fieles, pequeños y grandes… ¡Aleluya ya reina el Señor, Dios Todopoderoso! Alegrémonos, regocijémonos y demos gloria a Dios porque ha llegado la boda del Cordero, y la novia está preparada. La han vestido de lino puro, resplandeciente –el lino son las obras buenas de los santos-“ (Ap 19, 5-8).
Por el bautismo, Dios nos ha convertido en nación de profetas, sacerdotes y reyes. La función sacerdotal implica la alabanza, en todo lugar. A nosotros nos toca repetir lo que hicieron y tuvieron conciencia las primeras comunidades. Cuando un cristiano se da cuenta que somos fruto de la gratuidad de Dios, es cuando despierta en nuestro ser el deseo del agradecimiento y la alabanza. Naturalmente que es el Espíritu quien nos motiva a elevar los brazos al cielo para alabarlo. Y el Espíritu, también, ha sido un don gratuito que hemos recibido desde el día de nuestro bautismo.
La más grande alabanza que Jesús hizo a su Padre fue en la cruz, donando su vida, su sangre y todo su ser. Esta alabanza la repetimos cada vez que celebramos la Eucaristía. Es la máxima expresión y comunión con Dios. Pero de este sacramento debe nacer el deseo de llevar la alabanza a todos los rincones donde nos movemos.
Recuerdo a un magistrado de la Corte Suprema de Justicia que, sin pena, llevaba a un sacerdote, y él con su guitarra dirigía los cantos, e invitaba en esa institución para celebrar la Eucaristía. Quizá ya no tenemos la fuerza de nuestros primeros misioneros (apóstoles) que en todo momento y en todo lugar alababan a Dios. San Pablo dice: “Ahora, hermanos, por la misericordia de Dios, los invito a ofrecerse como sacrificio vivo, santo, aceptable a Dios: éste es el verdadero culto” (Rom 1, 1).
Recordemos que estamos destinados para la alabanza, proclamar eternamente: “Santo, santo, santo es el Señor, Dios del universo”. Esta alabanza hay que comenzarla desde aquí con nuestras palabras y acciones como nos aconseja san Pablo.Francisco Pérez.