“Vid”, “sarmiento”, “uvas”, “frutos”… son palabras muy usuales en la Sagrada Escritura. Ya el profeta Oseas (10, 1-10) compara a Israel a una vid frondosa que el Señor ha fundado y protegido, pero que los israelitas no correspondieron a esa dedicación divina:
“Israel era vid frondosa, daba fruto: cuanto más fruto, más altares (a los dioses); cuanto mejor iba el país, mejores piedras conmemorativas. Tienen el corazón dividido, y han de pagarlo; él destruirá sus altares, arrasará sus piedras conmemorativas” (10, 1-2).
En el Salmo 80 hay otra comparación de Israel con una viña, que fue sacada de Egipto y plantada en Israel. Sus sarmientos llegaron a todo el país, pero ha sido abandonada y pisoteada. Este salmo termina con una invocación para que Dios devuelva el verdor de la viña:
“Dios todopoderoso, vuélvete,Mira desde el cielo, fíjate,E inspecciona esta viña:Cuida lo que tu diestra trasplantó,El esqueje que hiciste vigoroso” (80, 13-16).
San Juan nos habla que Jesús es la Vid. Los frutos vienen por la unión que tiene con su Padre. La vid que no pudo dar fruto en el Antiguo Testamento, ahora es Jesús, comparado con la vid, que sí da frutos. El amor del Hijo hacia el Padre es la razón de la fructificación. Ese amor que circula como savia entre Jesús y su Padre es lo que produce los frutos.
¿Cómo se hará posible la Gloria del Padre en este mundo? Por los frutos. Así como Jesús los dio, de la misma forma deben darlos sus discípulos.
Y el versículo 8 termina diciendo: “y sean mis discípulos”. Así como Jesús, por la unión con el Padre, produjo muchos frutos, de la misma forma nosotros, por el discipulado, daremos lo que Él nos pide.
El camino del discipulado hay que acogerlo, ya por el compromiso bautismal, ya por el crecimiento espiritual, ya por la exigencia de la evangelización, ya por dar razón a este mundo de lo que creemos. El discipulado es indispensable.
Los padres conciliares nos dijeron que “la formación multiforme y completa” permitirá que el apostolado sea eficaz (Cfr. AA 28). Ha sido una conciencia de la Iglesia y de Jesús, que hay que estar a los pies de Él y de los apóstoles para aprender, y a prender a vivir la Palabra de Dios.
San Pablo le recomendó a su discípulo Timoteo lo siguiente:
“Tú, hijo mío, saca fuerzas de los dones que has recibido de Cristo Jesús. Lo que me escuchaste en presencia de muchos testigos transmítelo a personas de fiar, que sean capaces de enseñárselo a otros” (2 Tim 2, 1-2).
“¿Y cómo vamos a entender, si nadie nos explica?”, le dijo el eunuco a Felipe (Cfr. Hech 8, 31). Sí, hacen falta guías, hombres que han educado sus dones en el discipulado, para orientar a tantos que andan buscando las “fuentes de agua viva”.
Por eso Jesús le dijo a María, hermana de Marta y Lázaro, que había escogido la parte mejor. Sólo sentados a sus pies podremos empaparnos de las maravillas que nos revela Jesús. Nadie está fuera de la necesidad de formarse.
La abundancia de los frutos, entonces, depende directamente de la unión que mantengamos con Jesús. Podemos decir con los labios todas las alabanzas que queramos, pero sólo los frutos reflejarán con certeza si estamos en verdadera comunión con el Señor.
¿Y por qué no damos frutos? Como dijo el profeta Oseas, “porque nuestro corazón está dividido”. Ahí donde está el tesoro, ahí está nuestro corazón, nos señaló el Señor. Amamos lo que tenemos y conocemos. En nuestras manos se ha depositado, es un tesoro eterno e inmenso. Y aunque nosotros, como vasijas de barro, llevamos este tesoro, sin embargo Jesús nos lo dejó. ¿Qué requiere Jesús de nosotros? Que nos preparemos.Hno. Francisco Pérez.